1.
Lo que ocurre con
La caída hacia arriba, entre otras cosas, es todo. Todo ocurre a causa de una dialéctica entre orientaciones y sensaciones que ponen en contraste lo más alto con lo más bajo, el descenso con el ascenso, la anterioridad con la posterioridad, lo que se dice con lo que se calla. Y así sucesivamente, sin centro y sin origen,
ad infinitum. Los poemas (se) suceden como partes de una serie que solamente existe como posibilidad, y esa posibilidad se da únicamente (como totalidad) en cada una de sus partes, de sus tentativas, que por un momento se viven a sí mismas como totales en su misma parcialidad o precariedad. Así, si de la lectura de
La caída hacia arriba se saca algo en claro, por decir así, es seguramente que todo está en el aire, que todo está en juego en todo momento, en todo lugar.
Aunque parezca paradójico, o aunque de hecho lo sea, el primer y el último resultado de esta tentativa de decirlo todo, de ir a todo o nada, es un lenguaje que vive en (y de) su propio colapso o, como dice Cristian Aliaga en uno de estos textos, un lenguaje que no se habla, que ha perdido su potencia referencial y ordenadora del mundo, pero que ha ganado en ese preciso instante la potencia nueva de callar (y de hablar, hay que decirlo también) de otra manera, en otra clave. Claro que al pasar de una clave a otra será preciso pasar por un intersticio desconocido, desconcertante. Lo que aquí se plantea, dicho con otras palabras, es un lenguaje de nadie, que nadie reconoce, que nadie parecería necesitar, pero que precisamente por eso es o puede ser un lenguaje común, de cualquiera, radicalmente dialógico en su condición anónima, impersonal. Su apertura a la alteridad lo ha alterado, cómo no, lo ha trastornado como no podía ser de otra manera en su esfuerzo por recorrer todo un mundo también trastocado y trastornado en toda su provisionalidad. Ese carácter negativo de un lenguaje que no se habla admite a primera vista una lectura anticanónica, de resistencia a las inercias del poder (literario, cultural, político…) pero no se puede quedar ahí. Ese negarse a hablar produce sin remedio una reserva incesante de sentido en el espacio donde esperábamos que el sentido se nos ofreciera como significado trasmisible, cuantificable, manipulable. En lugar de eso, la poética de Aliaga, como han mostrado de diverso modo Celan o Blanchot, hace sitio para una disponibilidad imposible y, por esta misma razón, insaciable, inevitable. Este podría estar siendo su gesto fundador, inicial, quizá oculto en su polémica evidencia.
2.
Ya un poema de Lejía (1988) anticipaba la inminencia y la fecundidad del desastre: “Porque no hay nadie, canto”. Y a continuación podía entonces leerse “Este es el destino y la luz que encienda...”. ¿Qué más se puede pedir? ¿Qué más se puede esperar? Una cosa: oír encenderse esa luz, ese destino de silencio, que ahora aquí se enuncia como silenciamiento de la palabra, como “canto del mudo”, es decir, como violencia inscrita en el hecho lingüístico como hecho del mundo, en el movimiento desesperado del poema hacia ninguna parte. Puede que ese movimiento se quede en nada, incluso en “menos que nada”. Puede ser. Pero entonces en esa negación, de nuevo, en esa dialéctica irresuelta se abre otra vez la fisura de un nuevo poder-ser. Es lógico pensar, en este punto, que ese poder-ser, si es o puede ser algo para alguien, y si en verdad viene del aprendizaje de la pérdida y de la negación, entonces es un poder a la contra: a la contra, sin ir más lejos, del poder que se reproduce en el lenguaje como lenguaje, en el mundo como mundo. Parece un juego de palabras, de acuerdo. Y lo es: lo puede ser: en la medida exacta e irreversible en que viviendo se juega con fuego. En el plano de la filosofía política hablaría Holloway de un anti-poder como práctica crítica, como recurso táctico para cambiar el mundo sin tomar el poder (ya que el poder no se deja tomar y es por eso Poder, Auctoritas, con mayúsculas debido a su sentido absoluto y no reconciliable).
Aliaga sabe reconocer que “es una guerra del lenguaje primero”, del lenguaje ante todo, del lenguaje como todo que puede y debe ser perforado, agujereado por un decir intempestivo, inesperado. Es el decir del poema, del poema caído, del poema equivocado que ha hecho lo que no debía: nada menos que asesinar a su hermano, el lenguaje común, comunicativo, instrumental. El lenguaje poético se convierte así en el lenguaje del error (de un error des-comunal) en tanto encarna la violencia de un mundo supuestamente amable, progresista, democrático. De ahí la negación, la necesidad de no hablar, o de hablar solo para decir que no-es-así: el poema caído se reconoce como poema-Caín, que solo acabando con su doble tramposamente fraterno (el lenguaje informativo, comunicativo, claro…) se libera de toda subordinación o sumisión a una Realidad supuestamente impuesta como realidad a priori. El reto libertario de esta poesía, así, radicaría en su concepción de la lectura como escritura sin fondo, del poema como caída libre.
La palabra en caída libre, desde luego, es una palabra expuesta al dolor, al daño. Y La caída hacia arriba se compone ciertamente a la manera, como ha escrito Eduardo Milán, de un “diario del dolor”. El daño, sin embargo, no se presenta como amenaza por venir, como riesgo inminente, sino que late siempre más bien como materia prima o punto de partida, como precondición para la experiencia del poema y del mundo. Es sintomático que Ariel Williams, en su lúcido ensayo introductorio a la reedición de Lejía/No es el aura de Kant (2009), haya hablado de “la vida dañada” para situar las coordenadas de una poética como la que Cristian Aliaga defiende a vida o muerte. La apelación a la “vida dañada” estaba ya en la forma de pensar esgrimida por Theodor W. Adorno en su estremecedor Minima moralia (Reflexiones desde la vida dañada) (1944-1947), que se desplegaba a su vez con un gesto negativo y al tiempo auroral: “la vida no vive”… La escritura de Aliaga comparte con la perspectiva crítica de Adorno tanto la imposibilidad de representar lo histórico como la conciencia de que la catástrofe del mundo (la conciencia como catástrofe de facto) debe atravesar la dialéctica para reencontrar lo que esta dialéctica totalizante ha dejado de lado bajo la forma de escombro, de residuo impensado o invivible. Un pasaje ilustrativo de Adorno afirmaba: “Al pensamiento no le queda otra posibilidad de comprensión que el espanto ante lo incomprensible. Así como la mirada reflexiva que encuentra el sonriente cartel de una belleza de pasta dentífrica capta en su amplia mueca el dolor de la tortura, en cada ingeniosidad, y más aún en cada representación gráfica, se le revela la sentencia de muerte del sujeto contenida en la victoria universal de la razón subjetiva”. Sería como decir: la sinrazón de la razón (subjetiva) trastorna y aniquila a un sujeto que, en medio de una modernidad catastrófica, hace de la tortura su hogar más cotidiano y más incomprensible. No es difícil ver que de este (y desde este) hogar sin techo y sin paredes habla el lenguaje sin fondo, sin habla, de Cristian Aliaga en La caída hacia arriba.