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Jue, Nov

El Futuro del Caza Europeo: Un Proyecto de 100.000 Millones en Punto Muerto

Tecnologia
El proyecto del Future Combat Air System (FCAS), concebido como un emblema de la autonomía europea en defensa, enfrenta serias dificultades. Rivalidades industriales y tensiones políticas entre Francia y Alemania han obstaculizado su progreso. El futuro del FCAS pende de un hilo, poniendo en duda la capacidad de Europa para competir en el sector de la defensa.

En septiembre, el futuro caza europeo en el que participa España comenzó a desfigurarse de forma pública. Ya en noviembre, en un nuevo giro de guion, el caza europeo comenzó a apuntar a otra cosa. ¿Lo último? El proyecto del Future Combat Air System, FCAS, ha dejado de ser únicamente un programa industrial y tecnológico para convertirse en un espejo incómodo de la ambición (y limitaciones) de Europa.

Literalmente, el avión se encuentra en un callejón sin salida.

Un símbolo que se tambalea. Esas ambiciones han quedado escenificadas estos días en la figura de Emmanuel Macron y Friedrich Merz, y la Europa que ambicionan. Ambos dirigentes llevan semanas redoblando un discurso que insiste en autonomía estratégica, soberanía digital y capacidad militar propia, un mensaje que se amplifica en un continente sacudido por la incertidumbre sobre el compromiso estadounidense y por la agresividad de un Kremlin que ha devuelto la guerra convencional al corazón de Europa.

En ese contexto, el FCAS había sido concebido como el emblema de un continente capaz de competir con el F-35 estadounidense, de asegurar reemplazos para los Rafale y Eurofighter que empiezan a acercarse a su final operativo, y de demostrar que Europa aún puede liderar revoluciones tecnológicas en defensa.

Golpe de realidad. Pero la realidad industrial y política que rodea al programa contradice la retórica oficial. Ocho años después de su presentación, FCAS acumula retrasos, disputas internas y un ambiente de desconfianza que convierte cada negociación en una lenta erosión de expectativas, obligando a preguntarse si este avión de 100.000 millones de euros no se ha convertido en un test fallido antes incluso de despegar.

Los bloqueos que evidencian las costuras. Detrás de la fachada común, Francia y Alemania arrastran rivalidades estructurales que se vuelven especialmente visibles cuando deben cooperar en un terreno tan sensible como la aviación de combate. Dassault y Airbus, los gigantes llamados a trabajar codo con codo, llevan años intercambiando reproches. Eric Trappier, al frente de Dassault, nunca ha disimulado su rechazo a ceder liderazgo en el diseño, y tampoco ha ocultado su desdén hacia la capacidad técnica alemana en áreas consideradas críticas.

Desde el otro lado, Airbus acusa a Dassault de proteger privilegios históricos incompatibles con un proyecto multinacional moderno. El éxito internacional del Rafale, convertido inesperadamente en un símbolo de independencia frente al F-35, ha reforzado aún más la posición francesa y ha tensado el reparto de cargas y responsabilidades. Ninguna de estas fricciones es nueva, pero sí se han vuelto más corrosivas en un momento en que la cooperación ya no es solo deseable, sino necesaria. Lo que debía ser una alianza entre iguales ha desembocado en lo que los analistas califican como un matrimonio de conveniencia lleno de suspicacias, en el que cada decisión táctil sobre propiedad intelectual, reparto industrial o transferencia tecnológica se convierte en un choque de culturas corporativas.

El factor político. A la complejidad industrial se suma la vulnerabilidad política de sus impulsores. Macron, acorralado por una crisis presupuestaria interna y por la perspectiva de un 2027 que podría entregar el poder a la extrema derecha, ha perdido la capacidad de imponer ritmos o garantías en proyectos a largo plazo.

Merz, por su parte, lidia con una economía que busca reinventarse y con un auge de la ultraderecha que obliga a cuidadosas calibraciones internas, pero a diferencia de Francia, Alemania sí dispone de recursos: su presupuesto de defensa se encamina hacia una duplicación que transforma a Berlín en el socio dominante en términos financieros. Esa asimetría introduce un desequilibrio de poder que irrita tanto a París como a los socios industriales implicados.

Creer o no creer. Así las cosas, la cooperación exige fundamentalmente confianza, pero esa confianza es precisamente el recurso que más escasea. Sin un liderazgo claro, sin una visión común sostenida y sin una arquitectura que reparta riesgos y beneficios de forma creíble, FCAS se ha convertido en una batalla soterrada por influencia más que en un proyecto conjunto.

Lo que nadie dice, pero todos piensan. Recordaban en Bloomberg que, a medida que aumentan los retrasos, empiezan a surgir hipótesis que hace solo unos años habrían sido impensables. Lo comentamos hace unas semanas, una vía es transformar FCAS en un paraguas de interoperabilidad digital que permita a cada país construir su propio avión, conectados todos por un sistema de datos común.

Esta vía permitiría a Dassault seguir un camino soberano, mientras Airbus concentraría sus esfuerzos en sistemas de misión, drones acompañantes y fusión de datos.

Pero hay más. Otra alternativa, más ambiciosa y políticamente más arriesgada, sería abandonar el reparto nacional de trabajo, que asigna tareas por bandera, y pasar a un reparto por competencias industriales, premiando a quien pueda hacer cada pieza mejor y más rápido. Esta última opción es la que los especialistas llevan años pidiendo, pero es también la que choca de frente con los incentivos electorales de cada gobierno.

La defensa europea sigue organizada para maximizar beneficios a nivel nacional, no eficiencia común, y mientras esto no cambie, repetirán los mismos patrones de bloqueo. Sin una reforma profunda, FCAS corre el riesgo de convertirse en otro ejemplo de ambición que muere asfixiada por la política doméstica.

Consecuencias de un fracaso. El fracaso de FCAS sería algo más que el colapso de un proyecto industrial. Representaría un mensaje devastador para un continente que busca demostrar que puede garantizar su seguridad sin depender completamente de Estados Unidos. Mientras el F-35 cambia equilibrios en Oriente Medio y mientras Europa observa, casi a diario, cómo drones rusos penetran espacios aéreos occidentales, el mundo avanza hacia una guerra tecnológicamente distinta.

Los países que lideren esa transición (desde enjambres autónomos hasta plataformas de sexta generación) determinarán la correlación de poder del siglo XXI. Renunciar a FCAS significaría aceptar que Europa llega tarde, que no está preparada para los saltos industriales que requiere el conflicto moderno y que, pese a la retórica de autonomía estratégica, sigue dependiendo de proveedores externos para sus capacidades críticas. Esa dependencia es la misma que Macron y Merz dicen querer superar, aunque el incumplimiento de sus propios proyectos los empuja, paso a paso, hacia ella.

Entre dos aguas. Si se quiere, el desenlace de FCAS será una prueba de fuego para la credibilidad europea. El proyecto nació como símbolo de autonomía, pero se ha convertido en recordatorio de que voluntad política y estructura industrial rara vez avanzan al mismo ritmo. Si Europa quiere tomarse en serio su propia seguridad, no basta con proclamar autonomía, necesita procesos, reglas y gobernanza capaces de sostenerla.

Mientras ese cambio no llegue, los grandes proyectos seguirán tropezando con los mismos obstáculos. El avión de 100.000 millones de euros puede aún volar, pero para ello necesita una pista con “salida”, es decir, que Europa reconozca que la cooperación no puede basarse en discursos, sino en reformas profundas. De lo contrario, lo que se prometió como la demostración del renacimiento estratégico europeo se convertirá en el símbolo de su incapacidad para despegar cuando más lo necesita.